Escuché varios intentos fallidos abriendo la cerradura del trastero. Por fin muchos objetos recibimos la claridad del exterior. Otros no. Mabel rezongaba cambiando cosas de lugar hasta que me tocó el turno. Me colocó al lado de la puerta; el sol estaba besucón. Y me agarré a la esperanza de que volviera a usarme; yo fui su primera maleta. Tengo experiencia en cintas de aeropuertos, estaciones de tren, bajos de autobuses y guardo innumerables secretos de su estancia en pensiones de diferentes ciudades.
Mabel sabía que mi vejez es un seguro antirrobo, pero en su estatus actual le resulto vergonzosa. Luego debió encontrar lo que buscaba porque dejó de protestar. Se acercó, me acarició y trató de pegar mi piel desgajada. Aquel gesto silencioso estaba preñado de multitud de posibilidades. Más aún cuando me abrió la tapa y con infinita delicadeza rozó mi interior. Del único bolsillo lateral sacó una caja de cerillas de un bar de carretera. En su mirada percibí una vaga melancolía que me era familiar.
Y cuando tuve la completa seguridad de que saldría del trastero, me llevó a ocupar el lugar de una joven maleta de fibra con código. Pero yo era más gruesa y, a patadas, me encajó al lado de un espejo mohoso. Entonces aquella claridad de esperanza, única luz que había alumbrado mi vejez, se desvaneció antes de que cerrara la puerta.
Me cuesta describir el sufrimiento que se apoderó de mí cuando en la oscuridad, la pesadumbre del abandono me envolvió de nuevo. Nunca he preguntado qué sienten mis compañeros de trastero; ellos hablan cuando verifican que estoy profundamente dormida. Eso me lo dijo una silla sin asiento antes de que la llevaran a una hoguera de San Juan… Cada año la recuerdo.
©Pilar Cárdenes