Mi madre era pinche en un restaurant de carretera donde paraba gente de paso; también clientes habituales que transportaban mercancías de lo más variopinto. Cierto día dejó la cocina para sustituir a un camarero enfermo. Y en el comedor se produjo el chispazo de química con un chófer parecido a un artista de cine. Desde entonces, la pasión se reanudaba cada vez que a él le tocaba esa ruta. Fueron tiempos pletóricos, hasta que desapareció de su vida sin un adiós. Pero de aquellos encuentros hubo consecuencias: ¡Yo!
La primera vez que me sintió en su vientre estaba pelando papas. Soltó el cuchillo, miró al cielo tiznado de la cocina y luego contempló el tubérculo que aguantaba en la otra mano. Supo a ciencia cierta que era una señal del Altísimo. Amén, susurró emocionada tras santiguarse… Me bautizó con el nombre de Santidad.
Murió joven…, yo tenía diecinueve años. Los ahorros que guardaba en una lata de galletas no daban para mucho, así que compré diez números iguales de lotería de Navidad. ¡Esta vez el Altísimo sí estuvo de mi parte! No he parado de viajar, aunque de ningún modo iré a Roma. Me causa desasosiego estar tan cerca del Vaticano. El psiquiatra me asegura que las supersticiones acaban por superarse. No debe ser muy buen profesional… Buscaré a otro con consulta online que no utilice cámara, de esa manera no detectará la urticaria de mi cara cuando hablo del asunto.
© Pilar Cárdenes