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miércoles, 24 de febrero de 2021

SANTIDAD


Mi madre era pinche en un restaurant de carretera donde paraba gente de paso; también clientes habituales que transportaban mercancías de lo más variopinto. Cierto día dejó la cocina para sustituir a un camarero enfermo. Y en el comedor se produjo el chispazo de química con un chófer parecido a un artista de cine. Desde entonces, la pasión se reanudaba cada vez que a él le tocaba esa ruta. Fueron tiempos pletóricos, hasta que desapareció de su vida sin un adiós. Pero de aquellos encuentros hubo consecuencias: ¡Yo!

La primera vez que me sintió en su vientre estaba pelando papas. Soltó el cuchillo, miró al cielo tiznado de la cocina y luego contempló el tubérculo que aguantaba en la otra mano. Supo a ciencia cierta que era una señal del Altísimo. Amén, susurró emocionada tras santiguarse… Me bautizó con el nombre de Santidad.

Murió joven…, yo tenía diecinueve años. Los ahorros que guardaba en una lata de galletas no daban para mucho, así que compré diez números iguales de lotería de Navidad. ¡Esta vez el Altísimo sí estuvo de mi parte! No he parado de viajar, aunque de ningún modo iré a Roma. Me causa desasosiego estar tan cerca del Vaticano. El psiquiatra me asegura que las supersticiones acaban por superarse. No debe ser muy buen profesional… Buscaré a otro con consulta online que no utilice cámara, de esa manera no detectará la urticaria de mi cara cuando hablo del asunto. 

© Pilar Cárdenes

miércoles, 3 de julio de 2019

EL SUEÑO DE LA SEPIA

En el punto álgido de la enfermedad, Pedro ya no escuchaba ningún consejo sobre lo que debía hacer o no. Marina conocía la dolencia de su amigo. Supo que poco a poco percibiría que sus palabras se irían alejando… Y Pedro se introdujo en un sueño espeluznante; un sueño donde una espesa bruma de color marrón claro y matiz rojizo lo envuelve todo, aunque siente los pies sumergidos en el agua. Personas y cosas solo se diferencian por las aristas y un escaso relieve. 
La desolación es tan enorme, penetrante y real que Pedro toma conciencia de que difícilmente saldrá de ese mundo. Marina no se aparta de su lado. Aguarda preocupada. Desearía hacerle llegar unas alas transparentes para que emprenda el vuelo, dejando atrás una pesadilla que jamás olvidará… Pero las horas caen y se amontonan hasta que llega la noche para asesinar al día. Marina duda que regrese. Ambos sufren la misma desesperación… Quizás nunca debió pedirle que escribiera “El sueño de la sepia”. 
©Pilar Cárdenes
           A Olga Correas. Suyo es el título.

jueves, 4 de febrero de 2016

ME LLAMAN LOCO

Olvidé girar la llave cuando cerré la tienda para cuadrar las ventas del día. Al rato, no sé por qué, sentí la presión de una mirada. Levanté la vista y encontré a un hombre enjuto, de avanzada edad y vestido de mago que me observaba fijamente. Pese a estar cercanas las fiestas de carnaval, la barba blanca parecía natural. Le ofrecí la recaudación, consciente de que era un atraco. No contestó. Hice un barrido con la mirada, alrededor de la tienda, por si estaba siendo víctima de una estúpida broma.
          Al fin me contó  que había extraviado su mente y cabía la posibilidad de que la hubiera dejado en mi tienda. Le pregunté si se encontraba bien, pero muy ofendido respondió:
          —¿Me está usted tomando el pelo…? Mire usted, caballero, cuando desperté de la siesta me di cuenta de la pérdida. Estoy haciendo el mismo recorrido de esta mañana, y aquí fue el último lugar donde estuve antes de llegar a mi casa. ¿La ha visto usted, o alguno de sus empleados?
          Otra vez me quedé sin palabras. Tras un silencio interminable en que temí por mi vida, dio media vuelta, caminó tres pasos hacia la salida, se giró de nuevo hacia mi, y con mirada conciliadora me dijo:
         —Bueno… quizás la haya dejado en el trastero... no pretendo que pague usted mis despistes —esbozó una sonrisa—. Debo irme, pero por favor no le diga a nadie que me ha visto. Imagine que pensaría la gente si supiera que Dios ha perdido el juicio.
          De nuevo me quedé desconcertado; su mirada y la manera en que pronunció las últimas palabras me resultaron convincentes. Ahora me llaman loco.

© Pilar Cárdenes

miércoles, 6 de enero de 2016

PLANTAR UN LIBRO, ESCRIBIR UN HIJO Y...

Dionisio necesitaba llevar el recuerdo inventado hasta sus últimas consecuencias, y emprendió el Camino de Santiago. El cuarto día, bajo un sol de justicia, se abrió una zona de paisaje amplio y despejado donde divisó el árbol plantado por su bisabuelo después de procrear once hijos y escribir un relato de dos mil palabras; acto seguido le sobrevino un infarto que lo elevó al reino de los cielos.
          Dionisio se acercó al majestuoso ejemplar conteniendo el aliento. Durante horas recordó todos y cada uno de los detalles de su ancestro, mientras la suave brisa movía las ramas sin el  rumor de  las hojas. A punto estaba de fijar su sueño con el marchamo de la verdad cuando escuchó unas voces femeninas, cada vez más cercanas, que hablaban disparates:
          —Me encanta la línea de tu nuevo trabajo; especialmente ese del árbol solitario. Todavía tengo pendiente plantar el mío… A este paso, acabaré por escribir un hijo o plantar un libro…  Pero dime, ¿quién es el hombre del cuadro?
          —¿Qué hombre? —respondió la pintora escrutando el óleo, sin comprender la pregunta de su amiga que insistió en señalar una y otra vez el lugar donde se encontraba Dionisio.

 © Pilar Cárdenes

Mercedes Mariño Mirazo,
Cuadro139x80 (nueva obra)
http://www.mirazopintura.com

domingo, 20 de diciembre de 2015

EL DIENTE PERDIDO: cuento navideño


Las tres campanadas de la primera madrugada del 2016 sacaron al sudoroso Segismundo del sueño erótico en el que su catre se había convertido en un corazón gigantesco relleno de agua y con cuatro señoritas de diferentes colores jugando al parchís. Confuso, por lo que él pensaba que seguía sucediendo, se relamió el interior de la boca, pero algo no iba bien, el vacío era evidente… Se incorporó al son de la desafinada orquesta de sus huesos, y llegó hasta el baño donde el espejo se ensañó sin piedad; su único diente, centinela en la guarida, se había fugado con el viejo 2015.
© Pilar Cárdenes

miércoles, 9 de abril de 2014

LA GRABACIÓN


Me duele la cabeza, ¿será migraña? pensó Buenaventura mientras colocaba un viejo radiocassette sobre la mochila del retretePulsó “REC”, esperó unos segundos y orinó todo lo alto que pudo. Tiró de la cisterna, abrió el grifo del lavabo y sin cerrarlo se enjabonó lentamente las manos; se las secó, hizo chirriar el picaporte de la puerta y la cerró de golpe sin salir del baño. “STOP”
                    En un intento gradual por sobreponerse a la muerte de Virginia estaba dando un engañoso salto al vacío. La culpa lo atenazaba con el recuerdo de las horas que pasaba absorto en aficiones; ella solo esperaba un minuto de atención. Escudriñó en la memoria para saber en que momento el poder del tedio se había acomodado en sus vidas sumergiéndolos en el silencio de dos extraños “¡Maldita ratonera!”, gritó exasperado. Ahora comprendía que Virginia dejó de confiar en que el tiempo resolviese las dificultades y había cerrado las puertas de la ilusión; ya no esperaba ningún acontecimiento, ahorrándose el trabajo de planteárselas.
                    El sueño lo venció reflexionando sobre la incapacidad del hombre para vivir solo y para compartir en compañía. Sonó el despertador. Recogió el periódico del suelo del vestíbulo. Preparó dos desayunos que sirvió en la mesa del comedor. Cuando terminó se sentó en el orejero del salón  con la prensa en su regazo. Pulsó el “PLAY” y cerró los ojos mientras disfrutaba la cascada de sonidos tan familiares que detestó durante cuarenta años…El silencio regresó acompañado de la pastosa nostalgia, pero antes de dejarse atrapar, quitó la tela que cubría la jaula del canario y permitió que la alegría se expandiera hasta el último rincón de la casa.


Pilar Cárdenes Ramirez

domingo, 16 de marzo de 2014

SE LO TENGO QUE DECIR



        “¡Se  lo tengo que decir!” El taconeo de Cristina, como elemento de percusión, empastaba con el saxo de un músico que tocaba en la calle a primera hora de la mañana. Le gustaban las improvisadas bandas sonoras cuando observaba la sombra propia y la de otros objetos plasmando diseños tan audaces como armoniosos en la piel de asfalto.
        “¡Se lo tengo que decir!”, pero...¿Qué debía comunicar? El recuerdo se había fugado, aunque el hecho de que las sombras del fondo de las iglesias hubieran salido despavoridas al enterarse de la noticia, no dejaba duda sobre la gravedad del asunto. 
        “¡Se lo tengo que decir!” Entonces cesó el golpeteo de sus zapatos. Cerró los ojos e imaginó un desierto nevado. Tan bello en su apariencia externa; tan abrasador al tacto como la situación que descartaba traer al presente.
Tenía claro hacia donde se dirigía pero…
       “¡Se lo tengo que decir!” Repitió sin percatarse de que sus manos sudorosas temblaban buscando la sinceridad en los bolsillos del abrigo.
        “¡Se lo tengo que decir! Por última vez trató  de vislumbrar el motivo de obligarse a trasmitir una situación que le causaba tanta inquietud. “No merece la pena darle más vueltas”, pensó llevando su atención a la cadencia del gemido que se desprendía del oscuro pigmento de unas notas de jazz  cada vez más lejanas. El miedo al desasosiego paralizó la acción de regresar a dejarle unas monedas, hasta que bloqueó al remordimiento y susurró: “¡Pero, vaya despiste. Este chico toca de maravilla! Mañana no lo olvidaré…”

Pilar Cárdenes Ramirez


martes, 2 de abril de 2013

EL CUADRO MARINA


Ahora que ha pasado una década desde que la más diabólica de las fatalidades se ensañara con Leonarda, cada atardecer pasea por la playa. Hoy se ha detenido; cae una fina lluvia y apenas sostiene el paraguas mientras contempla el horizonte de un mar embravecido que anuncia tormenta. Tiene la cabeza invadida de pegajosas imágenes que se escurren exprimiendo el sufrimiento. El mar, su mejor amigo, la traicionó, pero ella repite el soliloquio de preguntas y explicaciones para hacerle comprender su inocencia por los actos de su bisabuelo.
            Lleva una semana sin tomar medicación y el alma se le desangra. Chilla, se desgañita extraviando gritos entre truenos, y sin importarle que una ráfaga de viento arrastre el paraguas por encima de las olas. No puede escapar de la evidencia, pero antes de que el corazón le reviente en todas direcciones, tensa la musculatura, aprieta los puños y su cara se vuelve un cuchillo de afilada hoja, que lentamente hunde en el enemigo.
                    El calvario comenzó al heredar la casona. El único objeto que continuó siendo parte de la nueva decoración fue la marina pintada por el bisabuelo. Una ola detenida en la plenitud de su vida cuando, antes de envolverse para elaborar el ataúd de su propia muerte, mostraba el níveo esplendor de su mortaja. Durante más de un siglo fue testigo mudo de alegrías, disputas, infidelidades, secretos y entresijos de la familia.
                    Una mañana, Leonarda encontró la nota que su hijo pegaba en el marco del cuadro. “Mamá son las 5,30, me piro a coger olas. Volveré a media mañana para irnos al dentista. “¡A este paso nunca terminará la carrera!” exclamó contrariada. No regresó en el tiempo convenido, tampoco para almorzar. Al borde de la media noche, familia, conocidos y amigos lo buscaban a la vez que el galope de sus pulsaciones le hacía pensar que el corazón crujiría en cualquier momento.
                    Despuntando el alba estimó la conveniencia de acudir a la policía. Contrariada, aceptó la sugerencia del comisario para esperar en su casa cualquier novedad. Antes de abrir la puerta notó que un intenso olor a marea baja embriagaba el ambiente. Incrédula frunció el entrecejo, miró alrededor, hizo unas inspiraciones y accedió al vestíbulo donde le esperaba un charco de agua oleosa con pigmentos de pintura. Solo la conmoción del horror contuvo el llanto. Repitió la historia hasta la saciedad sin acertar a ser creída. Quisieron prohibirle aquella visión, quisieron doblegarle la voluntad para desterrar de su mente el tenebroso suceso. Solo consiguieron que se cobijara en el más absoluto  mutismo. Desde entonces, un tácito pacto de silencio se apodera de los vecinos cuando, cada 2 de abril, una espesa fragancia marina invade la localidad.

Pilar Cárdenes R                             Fotografiá: Tato Gonçalvez